
Primero escoged bien la cazuela; ancha de boca, bien curvada de cadera y lo suficientemente profunda para la cantidad de poción que queréis preparar.
Poned una jícara de aceite a fuego ligeramente cansino para que no se caliente con sobresalto y echadle una cabeza de ajos para que se vaya dorando a paso corto. Mientras lo hace, cortad un pollo en pedazos no demasiado grandes, comprobando previamente su certificado de defunción para evitarle malos estornudos al aplicarle la sal y pimienta.
Sacad el ajo del aceite cuando haya adquirido color de fraile capuchín y echad a dorar el pollo. Id dándole vueltas para que se tueste sin exceso pero sin excusa y por todas partes lo mismo. A continuación sacad el pollo y ponedlo aparte dejándolo meditar en su desgracia.
Una vez solo el aceite en la cazuela, él solo os pedirá la caridad de la cebolla. Entregádsela. Por simpatía para este primer escalón del guiso, procurad que el aceite no queme demasiado y tapad la cazuela. Así la cebolla se cuece, no se fríe: se ablanda, se hace transparente y al acitronarse cumple su cometido con elegancia, sin dureza que moleste al diente ya que su sabor tomará excesiva fuerza si la dejáis tostar.

Llega a continuación el turno de los pimientos, que como no podía ser de otra manera debéis elegir entre los rojos. Los pimientos, como los mártires cristianos, tienen que padecer suplicio antes de subir a los altares; mejor dicho, en este caso descender a los abismos de la cazuela. Sobre la llama viva hay que colocarlos primero de pie, luego de cabeza y después rodándoles el cuerpo hasta que la piel quede negra y crujidora. Es el momento de hacerles sudar. Antes se hacía envolviéndolos en una servilleta húmeda y ahí se reconcentraban en sí mismos y daban lo mejor de su cuerpo, pero he comprobado que sudan mejor en una bolsa de plástico, cosa que supone una ligera pero cierte dignificación del horrendo plástico.
Tras media hora de quietud meditativa proceded a pelarlos y a cortarlos en pequeños pedazos, antes de unirlos a lo que antes ya había entregado su espíritu al aceite.
Después suena la hora del tomate, que se pela y se limpia de pepitas antes de trocearlo para que se deshaga sin trabajo al calor del fuego. Añadidlo al contenido de la cazuela. Seguramente habrá que reducir un poco el fuego para que todo se vaya cociendo despacito, como si de una crisis ministerial se tratase. No hay que olvidarse de dar sus vueltas de vez en cuando para que la salsa quede suelta, sin pegarse.

Probad para ver cómo está de sal la cosa, aunque casi siempre con la que lleva el pollo y la que deja el jamón basta. Ya sólo queda que el pollo se deje enternecer, se ablande y pueda desprenderse el hueso sin protesta, dejando reposar al socaire del fuego durante un par de horas y ya está.
Este guiso al que los galos denominan poción mágica, entre los ilergetes, vacceos, y demás aborígenes de las riberas del río Ibero es más conocido como pollo al chilindrón. Comedlo con mucho pan y untando marranadamente en la salsa. Y si no os hace más jóvenes y fuertes, será porque no habéis trasegado el suficiente vino tinto. No dejéis que esto suceda.
¡Que aproveche!
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